Detengan el simulacro de paz y amor, retiren los langostinos y oculten el cadáver de la pata de jamón. La navidad ha terminado, bienvenidos de nuevo al mundo real.
Hace un año del tsunami que devastó el sureste asiático. Benedicto XVI clama por la paz. Grupos palestinos prometen ataques coordinados contra Israel. Postergan la cirugía de Di Stéfano. China anuncia una nueva vacuna para aves contra el virus de la gripe aviar. Chad declara la guerra a Sudán. Los abortos practicados en España subieron un 6,5% en 2004.
Entre las partículas de cacao instántaneo del vaso de leche que estoy tomando antes de irme a dormir (rutina de viejo de 25 años), hay densos hilos de miel, que he vertido para proteger mi garganta. Casi no se notan. Entre las noticias de hoy, hay una que me resulta más densa, más dificil de tragar que las otras. Pero seguro que al leerlas no lo han notado. A mi también me pasaba. Los paises esos de ahí abajo se declaran guerras todo el tiempo, a quién le importa. Hasta que descubres que allí abajo vierten su vida - miel - personas que han bajado para proteger, sin balas, miles de gargantas. A costa de jugarse la suya.
No es algo que se digiera fácil, por mucho que se mezcle.
Gracias a Dios, la Cámara de los Representantes ha revocado finalmente la prohibición a las armas en Washington, D.C.
Gracias a Dios, en Washington la gente puede tirotearse para defenderse, como ordena el XI mandamiento: "Defenderás tu vida y tus posesiones con el color de la sangre del prójimo".
[ Lo ha escrito este tipo, autor del libro "Más armas, menos crimen". Como lo leen. Extraido de aquí. El doctor les recomienda una lectura diaria de esta última web para renovar fuerzas y/o darse la oportunidad de buscar un argumento válido desde un punto de vista diferente. No se rían - o lloren - tan alto. ]
"El fútbol es un juego demasiado imperfecto como para resultar entretenido. La emoción de la gente - y de los propios jugadores - consiste en que se produzca ese fenómeno insólito y por lo general chapucero al que llaman gol: que la pelota entre en la portería de la manera que sea - aunque hay que reconocer que la clientela agradece cualquier tipo de floritura locomotriz -. Es decir, algo tan natural como el hecho de que la ciudad entera se conmocionara cada vez que una costurera enhebra una aguja o cada vez que el número premiado en la lotería tiene cinco ceros: la fascinación por la rareza del azar. (...)
Pero lo peor de todo vino cuando un tipo metió un gol. Sí. Se formó un barullo ante la portería y un tipo metió un gol. (...)
El jugador que metió el gol se echó las manos a la cabeza, como si no se lo creyese. Como si se hubiera vuelto loco y una pulga freudiana le picoteara el cerebro. Como si no se creyera que se estaba volviendo loco a causa de la conmoción del efecto incontrolable que le producía el hecho de haber metido un gol.
Mi padre gritaba ¡Gol!, una y otra vez. Con mucho eco: ¡Gooool!, y se echaba también las manos a la cabeza. Y todos los espectadores se echaban las manos a la cabeza, menos yo, que estaba a punto de echarme las manos a la cabeza porque no podía creerme que la gente se echara las manos a al cabeza por el hecho de que un tipo hubiera metido un gooool, y sentía vergüenza de no tener mis manos en mi cabeza, o en la cabeza de mi padre, o qué se yo: vergüenza, en fin, de no tener las manos en algún sitio inusual (...)"
Estas palabras son de Benítez Reyes a través de su genial Walter Arias en El novio del mundo. No son mías, pero como si no lo fueran. Y realizando un forzado ejercicio de relación acrobática y pazguata - de esos tan de moda ahora - no me digan que, leído lo leído, no deberían sustituir de una vez Historia del Arte por Historia del Fútbol, así, sin tapujos ni remilgo alguno. Con dos pelotas.