Fue una de esos mañanas que uno se depierta pensando que a veces las alegorias hacen daño. Bueno, las alegorias o las alegrias, no es que lo tuviera muy claro, a esas horas y con la boca seca... Incluso puede que fuera sed, lo que me desperte pensado.
No se.
El caso es que me da a mi que sí, que hacen daño, las alegorias digo, porque tras calmarme la sed, sé que pensé que uno no se las cree del todo, pero las usa, las alegorias esas. Y es peligroso, porque se vuelven herramientas, por lo tanto, y nadie usa un talador para hacer un agujero ficticio en la pared. Asi que, con al menos un minimo de credulidad, uno usa las alegorias. Ahi está el peligro, y empieza la jodienda.
Sobretodo si la alegoria, a golpe de tren de aterrizaje, se te hace realidad bajo los pies, entre las manos y a un palmo de los ojos y, encima, desprende un descarado aroma a alegria. Y alegremente uno vive Babel en miniatura, y Sodoma-y-Gomorra lite, y el Diluvio Universal en una cama para dos, y un trayecto del viaje de Ulises. Y todo bien, alegoría-alegría, así que te pones las alas bien impregnadas de cera y volar, siempre hacia arriba, que no puedo caer.
Y te caes, de golpe, una noche.
El era un goliat de metro ochenta, tenía él las piedras (de hachis), a ella la vi dar una honda bocanada, y yo dije ciao-ciao a mi bambina.
Hecho un Prometeo me retiré a fumar y ver, desde una silla, el rapto de la sabina.